El intersigno

Una tarde de invierno, mientras tomábamos el té junto a un buen fuego, en casa de uno de nuestros amigos, el barón Xavier de la V. ( un pálido joven a quien las fatigas militares sufridas en África, siendo apenas un muchacho, habían debilitado su temperamento volviéndolo muy adusto), la conversación recayó en uno de los temas más sombríos: la naturaleza de esas coincidencias extraordinarias, sorprendentes y misteriosas que tienen lugar en la existencia de algunas personas.
-He aquí una historia -nos dijo- sobre la cual no haré ningún comentario. Es verídica. Tal vez parezca impresionante, pero todo sucedió tal como lo contaré.
Encendimos nuestros cigarros y escuchamos este relato: En 1876, en otoño, en la época en que el número, siempre en aumento, de inhumaciones hechas a la ligera (muchas demasiado precipitadas) empezaba a molestarle a la burguesía parisiense y a ponerla en estado de alarma, una noche, a eso de las ocho, a la salida de una sesión de espiritismo de las más curiosas, me sentí, al entrar en casa, bajo la influencia de ese spleen hereditario, contra cuya negra obsesión no pueden hacer nada los esfuerzos de la medicina.
Es en vano que siguiendo los consejos médicos, muchas veces me haya embriagado con el brebaje de Avicena; en vano que haya asimilado, bajo todas las fórmulas, quintales de hierro y, pisoteando todos los placeres, haya hecho descender el azogue de mis ardientes pasiones a la temperatura de los samoyedos, ¡nada he logrado! ¡Vaya! Efectivamente parece que soy un personaje taciturno y antipático. Pero es necesario también que bajo esta apariencia nerviosa, esté yo, como se acostumbra a decir, construido a cal y canto para encontrarme todavía, después de tantos cuidados, en condiciones de contemplar las estrellas.
Aquella noche, entonces, en mi habitación, encendí un cigarro en una de las velas que estaban junto al espejo y me vi mortalmente pálido. Me sepulté en un viejo sillón de terciopelo granate, en el cual el vuelo de las horas, durante mis largos ensueños, es  menos pesado. El acceso de spleen se hacía penoso hasta la angustia. Creí imposible disipar las sombras con alguna distracción mundana -sobre todo en medio de los temores de la capital- y decidí como ensayo, alejarme de París, entrar en contacto con la naturaleza y dedicarme a ejercicios intensos, como la caza, por ejemplo.
Después de esta idea, y en el mismo instante que decidía una línea de conducta, recordé el nombre de un amigo, olvidado desde hacía unos años, el abate Maucombe.
-¡El abate Maucombe! – dije en voz baja.
Mi última entrevista con el sabio sacerdote databa del momento en que emprendió una larga peregrinación a Palestina. La noticia de su regreso había llegado a mí, hacía poco tiempo. Vivía en la humilde iglesia de un pueblo de la Baja Bretaña.
¿Dispondría Maucombe de una habitación? Seguramente habría traído de sus viajes algunos viejos libros. ¿Se podría cazar patos silvestres en los lagos de la zona? ¡Nada más oportuno! Claro que si yo quería disfrutar de la segunda quincena del mágico octubre en las rocas rojas, antes de los primeros fríos, si quería ver resplandecer las largas tardes de otoño sobre las boscosas alturas, debía apresurarme.
El reloj del péndulo dio las nueve. Me levanté; sacudí la ceniza de mi cigarro y enseguida, muy decidido, me puse el sombrero, un abrigo y los guantes, tomé mi valija y mi fusil, apagué las velas y salí, cerrando cuidadosamente y con triple vuelta la cerradura que era el orgullo de mi puerta.
Tres cuartos de hora después, el tren de la línea de Bretaña me llevaba hacia el pueblo de Saint-Maur, donde el abate Maucombe era párroco. Hasta tuve tiempo, en la estación, de escribirle a mi padre unas cortas líneas con lápiz, para avisarle de mi viaje.
A la mañana siguiente estaba en R… estación que sólo dista unos diez kilómetros de Saint-Maur.
Deseoso de pasar un buena noche, a fin de poder tomar mi fusil al día siguiente, ni bien rayara el alba, y pensando que toda siesta después de almorzar suele tener una mala influencia sobre el sueño de la noche, consagré  el día a visitar a antiguos compañeros de estudios, actividad que, sin dudas, me mantendría despierto. A eso de las cinco de la tarde, cumplidos estos deberes, hice ensillar un caballo en el «Sol de Oro» donde estaba hospedado, y a los resplandores del poniente, me encontré a la vista de una aldea.
Andando, recordaba al sacerdote en cuya casa pensaba pasar unos días. El tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, sus viajes, los pequeños acontecimientos de su vida y los hábitos de aislamiento debían haber modificado su carácter y su persona. Quizá lo encontraría envejecido. Pero conocía su grata conversación y me reconfortaba pensar en las veladas que pasaríamos juntos.
-¡Maucombe! -repetía en voz baja-. ¡Excelente idea!
Preguntando por él a unos viejos lugareños que cuidaban sus rebaños, me convencí de que este párroco, como perfecto confesor de un Dios de misericordia, se había ganado el cariño de la gente, y una vez que me indicaron el camino de la parroquia, bastante alejado del grupo de casas que forman la aldea de Saint-Maur, hacia allí me dirigí.
Llegué.
El aspecto campestre de la casa, las ventanas y sus celosías verdes, los tres escalones de piedra, la hiedra, las clemátides y rosas té que trepaban por los muros hasta el techo, del que escapaba una nubecita de humo por una chimenea con veleta, me inspiraron ideas de recogimiento y paz profunda. Los árboles de un huerto vecino mostraban sus hojas amarillas a través de un emparrado. En las dos ventanas del único piso brillaban los resplandores del occidente; entre ellas se veía una hornacina con la imagen de un santo. Bajé del caballo silenciosamente y lo até a la reja, luego levanté el llamador de la puerta, a la vez que echaba un vistazo de viajero al horizonte, detrás de mí.
Pero el horizonte brillaba más y más sobre los bosques de encinas y pinos, desde donde emprendían el vuelo los últimos pájaros de la tarde; las aguas de un estanque lleno de cañas, en la lejanía, reflejaban el cielo con tanta solemnidad; la naturaleza era tan bella, en medio del aire sereno, en esa campiña desierta, en el momento en que el silencio desciende, que me quedé inmóvil, soltando suavemente el llamador, sin hacer el menor ruido. Entonces, pensé:
¡Oh, tú, que no cuentas con el asilo de tus sueños y para quien la tierra de Canaán, con sus palmeras y su agua, no aparece en medio de las auroras después de haber andado tanto bajo duras estrellas, viajero tan alegre en el momento de partir y ahora lleno de sombras -corazón hecho para otros lugares y no para ésos en que compartes la amargura con malvados hermanos- mira, ¡aquí te puedes sentar sobre la piedra de la melancolía! ¡Aquí resucitan los sueños muertos y anticipan el momento de la tumba! Si quieres tener el verdadero deseo de morir, acércate: aquí la sola contemplación del cielo exalta al olvido.
Me encontraba en ese estado particular en que los nervios, sensibilizados, vibran ante el menor estímulo. Una hoja cayó cerca de mí; su ruido furtivo me hizo temblar. Y el mágico horizonte de la región penetró en mis ojos. Me senté en un escalón, solitario. Unos instantes después, como ya la tarde se había puesto fresca, recobré el sentido de la realidad. Me levanté precipitadamente y tomé otra vez el llamador, mirando la alegre casa.
Pero ni bien lancé sobre ella una mirada distraída, me vi forzado a detenerme otra vez, preguntándome, ahora, si no estaba siendo presa de una alucinación. ¿Era la misma casa que había visto hacía unos instantes? ¿Qué decrepitud me mostraban, ahora, las largas grietas, entre las hojas amarillentas? Ésta casa tenía un aire extraño; los cristales, iluminados por los rayos de agonía de la tarde, brillaban con un extraño fulgor; el portal hospitalario me invitaba con sus tres escalones; pero concentrando mi atención en las losas grises, vi que si bien acababan de ser pulidas, conservaban aún trazos de letras labradas, lo que me hizo suponer que provenían del cementerio vecino, cuyas negras cruces aparecían a un centenar de pasos. La casa me parecía cambiada hasta dar escalofríos, y los ecos del lúgubre golpe del llamador, que en mi pánico hice retumbar, resonaron en el interior de aquella morada como las vibraciones de un fúnebre tañido.
Esta clase de visiones, que son quizá más espirituales que físicas, se esfuman rápidamente. Sí, yo era, sin lugar a dudas, víctima de ese abatimiento moral del que he hablado. Ansioso por ver un rostro que me ayudara con su humanidad a borrar el malestar, empujé la puerta y entré.
La puerta, gracias a un resorte, se cerró sola detrás de mí.
Me encontré en un largo corredor, al extremo del cual, Nanón, la vieja y risueña ama de llaves, bajaba la escalera con una vela en la mano.
-¡Señor Xavier! -gritó, contenta, al reconocerme.
-¡Buenas tardes, mi buena Nanón! -contesté-,  entregándole   apresuradamente mi maleta y mi fusil. (Había olvidado mi abrigo en el cuarto de la posada «Sol de Oro»).
Subí. Un minuto después estrechaba entre mis brazos a mi viejo amigo.
La afectuosa emoción de las primeras palabras y el sentimiento de añoranza por el pasado nos oprimieron durante un rato. Nanón trajo una lámpara y anunció la cena.
-Querido Maucombe -le dije, pasando mi brazo bajo el suyo para bajar la escalera-, no hay nada tan duradero como la amistad intelectual, y estoy seguro de que compartimos este sentimiento.
-Hay espíritus cristianos con un parentesco divino muy próximo -me contestó-. Sí. El mundo tiene creencias menos razonables por las que sus partidarios derraman su sangre y sacrifican su felicidad. Escojamos para nuestra fe la más útil, ya que somos libres y formamos nuestro credo.
-El hecho es -le dije- que ya de por sí resulta muy misterioso que dos y dos hagan cuatro.
Pasamos al comedor. Durante la cena, y tras haberme reprochado cariñosamente el olvido en que lo había tenido durante largo tiempo, el abate me puso a la corriente del espíritu de la aldea. Me habló de la región y me contó dos o tres anécdotas de los castillos del lugar. También me contó sus triunfos y hazañas en la caza y la pesca; en una palabra me atendió con una afabilidad encantadora.
Nanón, rápida mensajera, se apresuraba y se multiplicaba a nuestro alrededor, con un movimiento de alas causado por su amplia y blanca cofia.
Cuando me puse a enrollar un cigarro, mientras tomaba el café, Maucombe, que era un antiguo oficial de dragones, me imitó. El silencio de las primeras bocanadas nos sorprendió, sumidos cada uno en nuestros propios pensamientos, y me puse a mirar al abate con atención.
Este sacerdote era un hombre de unos cuarenta y cinco años, más o menos, de elevada estatura; largos y ensortijados cabellos grises enmarcaban su delgado rostro de facciones bien definidas. Los ojos brillaban de inteligencia mística; su rostro era proporcionado y austero; su esbelto cuerpo resistía el peso de los años y llevaba muy bien la larga sotana. Sus palabras, impregnadas de ciencia y dulzura, eran emitidas por un voz bien timbrada. Parecía de una salud vigorosa; los años lo había cambiado poco.
Me llevó hasta su pequeño salón-biblioteca.
Cuando uno viaja, el dormir poco lo predispone al escalofrío; la noche era realmente fría, casi de invierno. Sólo en el momento en que un brazada de sarmientos llameó delante de mis rodillas, entro dos o tres troncos, sentí alivio.
Con los pies sobre los morillos y los codos apoyados en los brazos de los sillones de cuero, hablamos naturalmente de Dios. Yo estaba cansado y escuchaba sin responder.
-Concluyendo  -me dijo Maucombe, levantándose- estamos aquí para demostrar, por nuestras obras, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestra lucha contra la naturaleza, que somos dignos del premio.
Y terminó con una cita de Joseph de Maistre: «Entre el Hombre y Dios sólo hay el Orgullo».
-No obstante -le dije-, nosotros, hijos mimados de esta naturaleza, tenemos el honor de vivir en un siglo de luces.
-Prefiramos la luz de los siglos -contestó sonriendo.
Habíamos llegado ya al descansillo de la escalera, con las velas en la mano. Un largo corredor, paralelo al de abajo, separaba mi habitación de la de mi anfitrión. Él mismo insistió en instalarme. Entramos y miró si me faltaba algo y cuando nos estrechábamos la mano, al tiempo que nos dábamos las buenas noches, el reflejo de mi vela cayó de lleno sobre su rostro. ¡Cómo me estremecí!
¿Era un agonizante el que estaba allí, de pie, junto a la cama? ¡Ese rostro que estaba ante mí no era, no podía ser el mismo de la cena! Lo reconocía muy vagamente, pero me parecía que no lo había visto en realidad, sino hasta aquel momento. Una sola reflexión bastará para que se me comprenda: el abate me daba, humanamente, la segunda sensación que, por una oscura correspondencia, su casa me había hecho experimentar.
La cabeza que tenía ante mí era grave, pálida, de una palidez mortal; sus ojos estaban cerrados. ¿Habría olvidado me presencia? ¿Estaba rezando? ¿Por qué se quedaba así? Todo él se había revestido de una solemnidad tal, que cerré los ojos. Cuando, después de un segundo los volví a abrir, el abate aún seguía allí, pero ahora lo reconocía. ¡Gracias a Dios! Su sonrisa disipó en mí toda inquietud. La impresión sólo duró lo necesario como para que me quedara la duda:¿fue un delirio mio, una alucinación?
Maucombe me deseó por segunda vez una buena noche y luego se retiró.
Una vez que me quedé solo, pensé: «un profundo sueño es lo que necesito». Acto seguido medité sobre la Muerte, elevé mi alma a Dios y me metí en la cama. Cuando uno está excesivamente fatigado, es imposible conciliar el sueño de manera inmediata. Los cazadores los saben bien.
Esperaba dormir pronto y profundamente. Estaba convencido de que lo conseguiría. Pero al cabo de diez minutos, tuve que reconocer que el malestar nervioso no cesaba. Oía los crujidos de la madera y de los muros y el tic-tac de muchos relojes, seguramente los relojes de la muerte. A cada uno de los ruidos perceptibles de la noche respondía todo mi ser con una sacudida eléctrica. Un fuerte viento movía las ramas negras del jardín. Una y otra vez la hiedra golpeaba el cristal de la ventana. Mi oído tenía una agudeza semejante a la de las personas que mueren de hambre.
Pensé: «he tomado dos tazas de café. Ésa es la causa». Me incorporé y me puse a mirar obstinadamente la llama de la vela que había dejado sobre la mesita. La miraba fijamente, entre las pestañas, con esa atención profunda que la total distracción del pensamiento le da a la mirada.
Una pequeña pila de porcelana coloreada, con su ramito de olivo, colgaba junto a la cabecera de mi cama. Me mojé los párpados con agua bendita, para refrescarlos, y después apagué la vela y cerré los ojos. El sueño estaba llegando y la fiebre se calmaba. Iba a dormirme.
Tres golpes secos, imperativos, sonaron en mi puerta.
-¿Eh? -me  dije, sobresaltado.
Entonces me di cuenta de que mi primer sueño había empezado. No sabía dónde me encontraba. Me creía en París. Ciertos descansos dan esa especie de olvidos ridículos. Habiendo perdido de vista el motivo principal de mi despertar, me estiré voluptuosamente, ajeno a la situación.
-A propósito -me dije-:¿han llamado? ¿Quién era?
En este punto de mi frase, una noción oscura y confusa de que ya no estaba en París, sino en Bretaña, en casa de Maucombe, se introdujo en mi conciencia. En un abrir y cerrar de ojos estaba parado en medio de la habitación.
Mi primera impresión, junto con la del frío en los pies, fue la de una luz muy viva. La luna llena brillaba detrás de la ventana, por encima de la iglesia y, a través de las cortinas blancas, proyectaba su pálida luz sobre el piso.
Era medianoche.
Mis ideas eran extrañas. ¿Qué sucedía?
Al acercarme a la puerta, una mancha de luz roja, que entraba por el agujero de la cerradura, se paseó sobre mi mano y el puño de la camisa. Alguien estaba detrás de la puerta. Realmente habían llamado. Sin embargo, me detuve bruscamente a dos pasos del picaporte.
Una cosa me parecía sorprendente: la naturaleza de la mancha que corría por mi mano. Era un resplandor helado, sangriento, que no alumbraba. Pero ¿por qué no se veía ninguna línea de luz debajo de la puerta, en el corredor? En verdad, lo que salía del agujero de la cerradura me causaba la impresión de la mirada fosforescente de un búho.
En ese momento se oyó la hora, afuera, en la iglesia y en el viento de la noche.
¿Quién está ahí? -pregunté en voz baja.
El resplandor se apagó. Estaba por acercarme…
Pero la puerta se abrió, lenta y silenciosamente.
En el corredor, frente a mí, se erguía la figura alta y negra de un sacerdote que llevaba puesto un bonete. La luna lo iluminaba todo, a excepción de su rostro; no veía más que el fuego de sus pupilas, que me miraban con fijeza.
Un hálito del otro mundo envolvía al visitante, y su actitud me oprimía el alma. Paralizado por un terror que de inmediato llegó al paroxismo, me quedé contemplando en silencio al desolador personaje.
De pronto, el sacerdote levantó el brazo hacia mí, lentamente. Me tendía una cosa pesada y vaga. Era una capa, una gran capa negra de viaje, ¡Y me la tendía, como si me la estuviera ofreciendo!
Cerré los ojos para no verlo. ¡No quería verlo! Pero un pájaro nocturno pasó entre nosotros, con un chillido horripilante y al mover el aire con sus alas me hizo abrirlos. Sentí que el pájaro revoloteaba por la habitación.
Entonces, con un estertor de angustia -porque no tenía fuerzas para gritar- empujé la puerta con mis dos manos estremecidas y extendidas y di una vuelta a la llave, loco y con los cabellos erizados. Y cosa singular: me pareció que todo esto no hacía ningún ruido.
Lo que sucedía sobrepasaba lo que mi organismo podía soportar. Me desperté. Estaba sentado en mi cama, con los brazos extendidos hacia adelante, helado y con la frente cubierta de sudor. El corazón me latía con inusual violencia.
-¡Ah! -exclamé-. ¡Qué sueño horroroso!
La ansiedad seguía aferrándome. Necesité más de un minuto antes de atreverme a mover el brazo para buscar los fósforos. En la oscuridad, tuve la sensación de que una mano helada tomaba la mía y la estrechaba amistosamente.
Tuve un movimiento nervioso al oír los fósforos frotados por mis dedos contra el hierro del candelero. Encendí la vela y me sentí mejor. La luz, vibración divina, destruye los ambientes fúnebres y consuela de los terrores.
Bebí un vaso de agua fría para reponerme y salté de la cama. al pasar por delante de la ventana, me di cuenta de una cosa: la luna era exactamente igual a la de mi sueño, si bien yo no la había mirada antes de meterme en la cama; y yendo, con la vela en la mano, a examinar la cerradura de la puerta, comprobé que estaba cerrada con llave desde adentro, cosa que no había hecho antes de mi sueño.
Después de estos descubrimientos, miré todo a mi alrededor. Empezaba a encontrar que las cosas revestían un carácter insólito. Me acosté otra vez y me puse a reflexionar, a demostrarme que lo ocurrido había sido solamente un acceso de sonambulismo muy lúcido; pero, de todos modos, cada vez más intranquilo. No obstante el cansancio me doblegó como una ola, acunó mis pensamientos y me dormí de golpe, en medio de mi angustia.
Cuando desperté, un hermoso sol jugueteaba en la habitación. Era una bella mañana. Mi reloj, colocado en la cabecera de la cama, daba las diez. ¿Hay algo mejor, para reconfortarnos, que el día y la radiante luz del sol? Sobre todo cuando el aire está perfumado y el  campo con un viento fresco que baila entre los árboles y los  matorrales, y los prados cubiertos de flores húmedas de rocío.
Me vestí rápido, sin volver a pensar en los sombríos comienzos de la pasada noche. Completamente reanimado, después de lavarme la cara con agua fría, bajé.
El abate Maucombe se encontraba en el comedor, sentado delante de la mesa con el mantel recién tendido, leyendo el periódico mientras me esperaba. Nos dimos la mano.
-¿Ha pasado una buena noche, Xavier? -me preguntó.
-¡Excelente! -respondí, distraídamente (por costumbre y sin poner ninguna atención en lo     que decía).
La verdad es que tenía mucho apetito; eso es todo. Nanón trajo el desayuno; mientras lo tomábamos, nuestra conversación fue a la vez mesurada y alegre; sólo el hombre que vive santamente conoce la alegría y sabe comunicarla.
De repente, me acordé de mi sueño.
-A propósito querido abate -dije-, ahora recuerdo el sueño que he tenido anoche, un sueño singular y muy extraño…¿Cómo explicarlos…? Se lo contaré. Fue un sueño sobrecogedor, terrible. Ya verá.
Y mientras pelaba una manzana, empecé a contarle, con lujo de detalles, la tenebrosa alucinación que había turbado mi primer sueño. Justo en el momento en que llegaba al gesto del sacerdote ofreciéndome la capa, y antes de concluir esta frase, la puerta del comedor se abrió. Nanón, con esa familiaridad tan particular de las amas de llave de los sacerdotes, entró y me alcanzó un papel.
-Es una carta muy «urgente» que acaba de traer el cartero para usted -dijo.
-¡Una carta! ¿Ya? -exclamé, olvidando mi historia-. Es de mi padre… Querido abate, ¿me permite que la lea?
-¡Claro! -contestó Maucombe, olvidándose también de la historia y poniendo todo su interés en mi carta.
Rompí el sobre.
Así fue que la entrada de la ama de llaves había desviado totalmente nuestra atención.
-He aquí una gran contrariedad, querido abate -dije-: recién llegado y me veo obligado a partir.
-¿Cómo? -preguntó el abate Maucombe, dejando la taza sin haber bebido.
-Mi padre me pide que regrese enseguida, a causa de un proceso muy importante. Pensé que no se vería hasta diciembre, pero parece que tendrá lugar en quince días, y como soy el único que dispone de ciertas pruebas para ganar la causa, es necesario que vaya. ¡Qué contrariedad!
-¡Realmente es fastidioso…! -dijo el abate-. Al menos prométame que en cuanto eso haya terminado… El asunto más importante es la salvación, y yo esperaba intervenir en algo en la suya. Pero ahora usted se me escapa. Creía que me había sido enviado por el buen Dios.
-Querido abate -contesté-, le dejo mi fusil. Antes de tres semanas estaré de regreso y me quedaré por más tiempo, si usted quiere.
-¡Vaya con Dios! -dijo el abate Maucombe.
-Se trata de casi toda mi fortuna -murmuré.
¡La fortuna es Dios! -dijo sencillamente Maucombe.
-¿Cómo viviría mañana yo, si…?
Poco después nos levantamos de la mesa, ligeramente consolados por la formal promesa de volver. Paseamos por el jardín y visitamos las pertenencias de la iglesia.
Durante todo el día, el abate me mostró, gustoso, sus pobres tesoros campestres. Luego, mientras él leía su breviario, yo anduve solo por los alrededores respirando el aire puro con verdadero deleite. A su regreso, Maucombe me habló de su viaje a Tierra Santa, y con todo esto se fue pasando la tarde.
Vino la noche, y tras una cena liviana, le dije al abate:
-Querido amigo, el expreso sale a las nueve en punto. De aquí a R… hay una hora y media de camino. Necesito media hora para llegar a la posada y devolver el caballo; total son dos horas. Son las siete, así que tengo que marcharme ahora mismo.
-Lo acompañaré un trecho -dijo el sacerdote- Este paseo me resultará saludable.
-Por si tenemos que escribirnos -dije-. Aquí tiene la dirección de mi padre, en  París; vivo en su casa.
Fue Nanón quien tomó la tarjeta y la insertó en la juntura del espejo. Tres minutos después, el abate y yo avanzábamos por la carretera. Yo llevaba el caballo por la brida.
Éramos ya dos sombras. Cinco minutos después de nuestra partida, una penetrante y fría llovizna, traída por una fuerte ráfaga de viento azotó nuestros rostros.
-No, mi viejo amigo, no voy a permitir que sufra por mí. Su vida es preciosa y esta lluvia helada es malsana. Será mejor que regrese. Vuelva, se lo ruego.
Al cabo de unos instantes, pensando tal vez en sus fieles y no en sí mismo, el abate se rindió ante mis razones.
-Me llevo su promesa de que ha de volver, querido amigo -me dijo. Y, mientras le daba la mano, agregó-: ¡Un momento! Estoy pensando en el camino que tiene por delante y en esta llovizna que es, en efecto, muy penetrante.
Me estremecí. Estábamos uno frente al otro, inmóviles, mirándonos fijamente, como dos viajeros apurados.
En aquel momento salió la luna entre los abetos, detrás de los cerros, iluminando los claros y los bosques en el horizonte. Nos baño con su luz pálida y triste, con su llama solitaria y blanca. Nuestras siluetas y las del caballo se dibujaron, enormes, sobre el camino. Y del lado de las antiguas cruces de piedra, las cruces en ruinas que se levantan allá lejos, en ese escabroso rincón de Bretaña donde anidan los funestos pájaros que han escapado del Bosque de los Agonizantes, oí, lejano, un grito aterrador: el áspero y alarmante graznido del cuervo. Un mochuelo de ojos luminosos, cuya luz temblaba en la rama de un árbol, levantó vuelo y pasó cerca de nosotros prolongando su grito.
-¡Muy bien! -procedió el abate Maucombe-. Estaré en mi casa dentro de un minuto. Así que, tome, tome esta capa. Le tengo mucho apego…, mucho apego -agregó, con tono inolvidable-. Mándemela mañana por el muchacho de la posada que viene al pueblo todos los días… Se lo ruego.
Una vez que dijo estas palabras, el abate me tendió su negra capa. No le veía la cara, a causa de la sombra que proyectaba su ancho sombrero; pero distinguía sus ojos, que me miraban con una solemne fijeza.
Me echó la capa sobre los hombros y me la abrochó con un aire tierno e inquieto; mientras tanto, yo,  sin fuerzas, cerraba los ojos. Después, aprovechando mi silencio y mi turbación, se fue rápidamente hacia su casa. Lo perdí de vista en el primer recodo del camino.
Con cierto ánimo -y un poco maquinalmente- subí a mi caballo. Luego me quedé inmóvil. Ahora estaba solo en medio de la carretera. Oía los mil ruidos del campo. Alcé los ojos al cielo y vi numerosas nubes sombrías que ocultaban la luna. Estaba muy impresionado por lo sucedido y por lo solitario del paisaje, sin embargo, me mantuve erguido y firme, aunque seguramente debía estar intensamente pálido.
-¡Vamos! -me dije-. ¡Calma! Tengo fiebre y soy presa de un mal sueño. Eso es todo.
Me esforcé en alzar los hombros, pero un peso secreto me lo impedía. Y he aquí que, desde el fondo del horizonte, del fondo de aquellos bosques desamparados, una bandada de quebrantahuesos, a todo batir de alas, pasó gritando horribles sílabas desconocidas, por encima de mi cabeza. La bandada se deshizo sobre el techo de la iglesia y sobre el lejano campanario, y el viento me trajo unos gritos tristes. Juro que tuve miedo. ¿Por qué? ¿Quién podría decírmelo? He visto el fuego en la guerra, he cruzado con otras mi espada; mis nervios están mejor templados, quizá, que los de muchos flemáticos e impasibles; sin embargo, afirmo con toda humildad, que esa vez tuve miedo, y de veras. De todo esto saqué, para mí, cierta estima intelectual, ya que no cualquiera tiene miedo de estas cosas.
En silencio, pues, ensangrenté los flancos del pobre caballo, y con los ojos cerrados, y los dedos tensos sobre las crines, y la capa volando a mis espaldas, sentí que el galope de mi caballo era tan impetuoso, que hacía que la bestia casi rozara el suelo con su vientre. Los gritos que de vez en cuando le lanzaba cerca de las orejas, seguramente le transmitían a su instinto el terror supersticioso que me hacía temblar a mi pesar. De esta manera, llegamos al pueblo en menos de media hora. El ruido de los cascos del caballo en el empedrado de los suburbios me hizo levantar la cabeza. Por fin, respiré. ¡Finalmente veía casas, comercios iluminados, rostros humanos detrás de los cristales, gente caminando! ¡Había salido del país de la pesadillas!
Ya en la posada, me acomodé delante de un buen fuego. Casi me extasié con la conversación de unos carreteros. ¡Acababa de salir de la Muerte! Me quedé mirando el bailoteo de las llamas. Bebí un vaso de ron. Y, por fin, recobré el uso de mis facultades.
Volví a sentirme otra vez dentro de la vida real. Y debo decirlo, me avergonzaba un poco de mi pánico.
Además, ¡qué tranquilo me quedé cuando cumplí el encargo del abate Maucombe! Con una sonrisa, examiné la capa negra al entregársela al posadero. La alucinación se había desvanecido. No tenía nada de extraordinario ni de particular esa capa, sólo que era muy vieja y estaba remendada, zurcida, forrada de nuevo, con una evidente ternura. Una caridad bien entendida, sin duda, levaba al abate Maucombe a dar en limosnas el precio de una capa nueva; por lo menos eso es lo que yo pensaba.
-¡Esta bien! -dijo el posadero-. El muchacho debe ir al pueblo; saldrá dentro de unos momentos y le llevará la capa al abate Maucombe, antes de la diez.
Una hora después, en mi vagón, con los pies sobre la estufa y envuelto en mi abrigo reconquistado, me decía a mí mismo mientras encendía un buen cigarro y escuchaba el silbido de la locomotora:
-Decididamente, este graznido me gusta más.
Y a decir verdad, lamentaba un poco, lo confieso, haber prometido regresar.
Finalmente, me dormí con un buen sueño, olvidando completamente lo que después consideraría como una insignificante coincidencia.
Tuve que detenerme seis días en Chartres para recoger algunos documentos que, más tarde, llevaron a una conclusión favorable el proceso que teníamos entre manos.
Finalmente, obsesionado por el papeleo y las argucias legales -y abatido por mi enfermizo hastío-, regresé a París en la noche del séptimo día de mi salida de la casa del abate Maucombe.
Llegué directamente a mi casa, a eso de la nueve. Subí. Encontré a mi padre en el salón. Estaba sentado junto a una mesita con una lámpara. Tenía una carta abierta en la mano. Después de saludarme, me dijo:
-¡Ni te imaginas que noticia me dan en esta carta! Nuestro buen amigo , el abate Maucombe, ha muerto.
-¿Es posible…? -murmuré.
-Sí, ha muerto…, anteayer, a medianoche, tres días después de tu partida, a causa de un enfriamiento que tomó al salir a la carretera. Esta carta es de la vieja Nanón. La pobre mujer parece trastornada, repite dos veces la misma frase…, extraña…, a propósito de una capa.¡Léela tú mismo!
Y me alcanzó la carta, donde nos anunciaban la muerte del santo sacerdote. Las últimas líneas decían así:
«Se sentía feliz porque en el momento de entregar su alma, se encontraba envuelto con la capa con la que sería sepultado. Esa capa la había traído de su peregrinación a Tierra Santa y con ella había tocado el Santo Sepulcro.»

Villiers de l`Isle Adam
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